Despertar con dolor.
Despertar con dolor se ha convertido en algo habitual. Una pareja de baile que no sigue tu ritmo y te pisa los pies. Convivir con el dolor es evidente que resulta incómodo: te impide descansar, interrumpe los sueños, agota el cuerpo y arrastra el ánimo por el suelo sin atisbo de piedad. Pero lo más difícil no es solo el dolor que ya conoces, sino ese otro, nuevo, el que aún no tiene nombre ni causa, el que se presenta sin avisar, como un extraño que llama a tu puerta en mitad de la noche provocando que el corazón amenace con salirte del pecho.
Y entonces despierta el miedo. La mente corre más rápido que la razón: “¿Qué será ahora? ¿Una señal más? ¿Un síntoma peor? ¿Otro aviso del cuerpo que ya no entiendo?”. La incertidumbre duele más que el dolor. Porque cuando no sabes qué lo provoca, tampoco sabes cómo enfrentarlo.
Hay días en los que uno se levanta con más preguntas que fuerzas. Y sin embargo, te levantas. Quizá no porque seas fuerte, sino porque no queda otra. Porque lo que empezó como una lucha, con el tiempo se convierte en una forma de estar en el mundo.
Lo peor del dolor no es él, sino sus consecuencias, No es solo el momento en que duele, sino todo lo que arrastra consigo: el miedo a que sea una señal, la sospecha de que algo vuelve, la certeza de que si hay que tratarlo otra vez, no será fácil.
No quiero pasar por más pruebas. No quiero volver a esa sala donde la incertidumbre se sienta contigo. La quimio para el linfoma fue muy tóxica, sí, lo suficiente como para dejar cicatrices en cada rincón del cuerpo.
Y luego, el trasplante...
Altas dosis de veneno, administradas con el objetivo claro de secar la médula. Así, dicho sin adornos: secar la médula. Matarla, para que renazca. Pero uno no sale intacto de eso. Por dentro quedan heridas invisibles, pero muy vivas. Por fuera, otras que aún queman. Las secuelas no siempre se ven, pero ahí están: en el cansancio que no se va, en el sueño que no descansa, en el cuerpo que ya no responde igual. Vivir con dolor es cargar con esas huellas todos los días, aunque los demás no las noten.
El linfoma del manto es agresivo, un bicho rebelde, difícil de eliminar. Tanto es así, que cada dos meses, debo tratarme con infusiones de inmunoterapia, un ritual chamánico, es un peaje, el precio a pagar para continuar un tramo más de esa incierta carretera oscura y sumida en la niebla, ganarle tiempo a una vida que llegaste a dar por perdida, y que el maldito dolor hace que te cuestiones. ¿Vale la pena seguir así? El dolor cuando te atrapa solo te deja ver hacia dentro, un espacio donde las respuestas no te dan consuelo y el tiempo deja de tener valor.
La fatiga hace que todos los días sean grises, plomizos. La apatía te sumerge en la nostalgia, te atrapa en arenas movedizas, y tira de ti con fuerza, impidiéndote ser libre.
Hoy amaneció nublado.
Pero aunque no me lo parezca, sé que por encima de esa manta gris, pesada como el plomo, el cielo sigue siendo de un bonito azul y está despejado.
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